India

ANKLESHWAR, El internado de la esperanza


 

Joaquín, tío de Andrés es un misionero jesuita, pero sobre todo, se dedica a mejorar esta zona de la India. Esa es su ocupación desde hace cuarenta años, y en la India se siente como en su casa. Nos comentó que mientras nos estaba esperando en la estación de tren, a una chica se le cayó una bolsa de cacahuetes al suelo; inmediatamente vino una cabra y se los comió. No es una historia alucinante, pero Joaquín añadió:
-Eso en Pamplona no se ve.
Nuestro europeo y “desarrollado” país puede ser aburrido para alguien acostumbrado a la India: al bullicio y al libre albedrío.
Nos recogió en su jeep y nos llevó a su internado. Cientos de niños uniformados nos esperaban con collares de flores, para darnos la bienvenida.

-Éste casi muere por picadura de cobra.-Sus padres tienen la lepra.
-Su madre envenenó a su padre.

-Ésta vivía en un pueblo llenísimo de suciedad.

Cada niño tiene una historia y el padre Joaquín se las conoce, como conoce a cada familia de cada uno de los 250 niños. Éstos son adivasi o descastados y muchos, ni siquiera son admitidos en las escuelas habituales. En cambio aquí obtienen educación, alojamiento, comida, ropa y mucho amor. Se les recuerda que son personas dignas, que no son menos que los demás; además, cuando superan el décimo curso, pueden pasar a hacer una FP y ser algo en la vida para no ser explotados por los ricos.

 

Son pocos los que llevan el internado, unas cinco personas, pero los niños han aprendido a servirse la comida, a lavarse la ropa y a asearse ellos solos.
Joaquín nos iba enseñando las instalaciones y no pude evitar emocionarme. Demasiada vitalidad, demasiada alegría junta, como un oasis de esperanza, en medio de una zona deprimida de la India.

Pasamos por el campo de fútbol, por el campo de baloncesto; y a medida que nos acercábamos los niños corrían a jugar a fútbol, a baloncesto, como si nos quisieran explicar para qué sirve cada territorio. Por ejemplo, cuando nos dirigíamos a la piscina, todos corrieron en tropel, desnudándose al mismo tiempo para zambullirse en el agua.

 

 

Risas, miradas limpias de ojos enormes y oscuros. Dicen que de la India, nadie se olvida de sus ojos.
Todo les hace mucha ilusión, para cualquier juego, ponen su empeño y parecen pasárselo muy bien. Les pusimos a jugar al limbo, a hacer malabares con piedras, incluso bailaron la Macarena, y si te descuidas, hasta se aprenden la canción.

 

También hay 165 niñas que son cuidadas por monjas, con normas más estrictas. Los chavales le llaman “Pakistán” al edificio de las niñas. ¿Por qué? Porque son el enemigo, dicen. Pero eso no es verdad, porque todos tienen clase de canto en común, aprovechan para arreglarse y las niñas se ponen sus mejores sharis.

Joaquín está al tanto de los niños que viven por los pueblos de alrededor y cuando cumplen una edad mínima, acude a convencer a los padres para que los lleven al internado. Esa es la parte más complicada, pues les cuesta entender que eso es lo mejor pasa sus hijos.También hay niños huérfanos y eso en el internado sólo se nota los domingos, el día de las visitas familiares. Pasamos unos días aquí; los niños nos seguían a todas partes con sus ojos bien abiertos y Joaquín nos contaba historias increíbles y curiosidades que de otra forma no sabríamos.
No sólo se dedica a los niños, sino que cuando se entera de que alguien tiene un problema, acude en su ayuda. Unos barqueros tenían unos botes destrozados y el cura consiguió dinero para comprar unos nuevos botes y redes para pescar. Ha construido casas o por ejemplo, la cocinera Manjula, que fue abandonada por su marido y Joaquín la invitó a quedarse a vivir al internado. ¡Y cocina tortillas de patata!
La gente que vuelve hastiada de que siempre intenten timar al turista en la India, seguro que no ha estado aquí, donde la gente es muy amable.

Nos invitaron a una festividad de comida de Kerala. Un señor hizo un discurso y nos hizo encender unas velas y después nos sentaron en el suelo, junto con mucha más gente, a comer sus peculiares manjares.

 

 

Como todo el mundo estaba atento a nosotros, no pude dejarme la comida hiperpicante y con mucho esfuerzo y sudor (y con las manos) me lo conseguí comer. Desde entonces soy insensible al picante. A Asun se le puso el flequillo con forma de código de barras.

A mi lado había una monja cristiana que hablaba inglés y me preguntaba muchas cosas poniéndome su mano sobre mi hombro, parecía que me estuviera pasando parte de su paz interior aquella mujer de habla pausada. Por supuesto, mi curiosidad también hizo que le acribillara a preguntas. Nada como cotillear con una india. Cuando terminamos de comer, todo el mundo se levantó. Aquí no hacen sobremesa, porque como se come con las manos y la comida lleva muchas salsas, hay que correr a lavárselas. En el internado estábamos a gusto a pesar de llegar con el monzón. Tampoco olvidaré las conversaciones nocturnas en la terraza con Guille y Asun, cuando todo el mundo estaba dormido y sólo se escuchaba el ruido de la vegetación. Hablábamos sobre lo que significa para nosotros viajar, soñábamos con futuros proyectos como Siberia o Mongolia, comentábamos lo que habíamos aprendido durante el día y no éramos del todo conscientes, de que nuestro viaje no había hecho, sino empezar.

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